martes, 20 de noviembre de 2012

EL RAPTO DE REBECA

EL RAPTO DE REBECA


Ruth apreciaba la pintura europea del Romanticismo. Solía recortar de las revistas de arte, las imágenes que le impresionaban y enmarcarlas, ella misma, en marcos dorados y vidrio. El rapto de Rebeca (1846) es una pintura que me trae recuerdos de mi propia infancia en el segundo piso de la calle Pedro Fermín Cevallos y Calixto, en Quito.

Con el paso de los años, aquel cuadro llegaría a estar cómodamente instalado en la salita de estar del departamento de la Mariscal, cuatro décadas después, y doce años luego del fallecimiento de Ruth, mi madre.

Eugene Delacroix (1798 – 1863) se inspiró en la novela Ivanhoe de Walter Scott para este lienzo. Paradoxalmente aquella novela también retrata mis tiempos de niñez, cuando leí el resumen de aquel libro en Quevedo, en la colección Ariel Juvenil en las postrimerías de los sesentas, con Benjamín Carrión en el consejo editorial. En aquellas épocas las ediciones originales aun me intimidaban con su tamaño y grosor, así recuerdo al texto de Dostoievski Crimen y Castigo del cual me servía más bien, para esconder mi profunda timidez ante la piel blanca rubicunda de Fanny, la adolescente hija del médico de cabecera de mi abuela. Solía esconder mi mirada tras la solapa azul de la editorial EDAF de Madrid, cuando estábamos a solas, evitando la palabra, evitando el deseo próspero y aun embrionario. El hermano Manuel de la escuelita española de los padres Maristas decía que en los libros se guardaban muchos secretos, en aquella época, yo solo quería saber que había bajo la piel de Fanny. Crimen y Castigo me hablaba del arrepentimiento de Roskalnikov, yo aún no tenía muchas cosas de que arrepentirme. Solo rebasando el segundo milenio comprendería al fin, que los pesares importantes, serían más bien de lo no hecho. De lo inacabado, de lo insatisfecho.

El Rapto de Rebeca me trae al presente, como un cuadro médium que me exorciza de los recuerdos y me instala en el dulce hoy. Los raptores llevan turbantes, como para recordarnos que la violencia siempre llega del extraño, del paria, del otro. Sonrío, sé que es una gran mentira del imaginario occidental. La violencia está siempre cerca y proviene de lo cotidiano, del cercano. Del uno mismo. De nuestros propios límites, de nuestras propias negaciones. El cuerpo de Rebeca pende sobre el caballo del raptor, con los ojos cerrados, semiinconsciente a su destino o entregada a su propio desatino. Casi con un pudor sensual y una ligera y discreta mueca de complacencia que se esboza en sus carnosos labios rozados.

Al fondo el cielo es azul, azul fresco, azul violento, azul movimiento. Entonces comparo la imagen clara y nítida del ordenador con la figura oscurecida por el tiempo del cuadro de Ruth y finalmente, de pie, algo cansado me deleito con el recuerdo cuadro original en el Metropolitan Museum of Art, mientras esperaba que el mediodía avance y el sol tímido del otoño de Nueva York del 2006, me permitiera caminar sobre la 5ta Avenida rumbo al Central Park.

De regreso de mis recuerdos, frente a la pantalla del Toshiba, me prometo entonces, releer a Ivanhoe para profundizar el personaje de Rebeca. Sin embargo me identifico con ella, cuando luego del beso impaciente, en la Mariana de Jesús y Amazonas, anoche, me dices, con tu mirada de fuego insolente, dueña del centro del escenario, valiente, orgullosa, leal: ¡Ahora si puedes irte!

Yo, con mi pudor sensual, y una cierta cautela ansiosa y alegre cruzo la avenida, intentando vanamente alejarme en taxi, de 25 años de vivencias interrumpidas por las causas más diversas, que aun Delacroix no sería capaz de pintar en su imaginario. Entonces remarco, que ningún taxi viene a mi encuentro. Que no existe sentido en levantar la mano ni en buscar partidas rápidas. Camino hacia el sur esta vez, con las 24 rosas Brush bajo el brazo izquierdo, que me has regalado, saboreando el dulce café helado que se posa aun en mis sedientos labios.

C. Montufar

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